viernes, 17 de diciembre de 2010

Baudrillard contra Jaume Plensa. La Sociedad de Consumo. Sus mitos, sus estructuras.

El texto son frases descontextualizadas cogidas del estudio introductorio de Luis Enrique Alonso a la obra La sociedad de consumo de Jean Baudrillard. Las imágenes son fotografías de piezas del artista Jaume Plensa.


Hay que plantear desde el comienzo que el consumo es un modo activo de relacionarse, un modo de actividad sistemática y de respuesta global en el cual se funda todo nuestro sistema cultural.




El significado aparece como el resultado común del sistema de relaciones opositivas y del lugar que cada elemento ocupa en relación con otros elementos dentro del sistema estructural que en él está incluido.

Así parece que el comercio y su forma técnica, la publicidad, funciona no sólo sobre hechos, sino sobre todo sobre elementos, relaciones y funciones.

El consumo no se puede considerar, por tanto, como un simple deseo de propiedad de objetos, sino como una organización manipulada de la función significante que transforma al objeto en un signo, el consumo pasa a ser una actividad sistemática de uso expresivo e indentificativo de signos.

Solo en un sistema que se organiza sobre la significación social, apoyado en los objetos, se puede entender la muerte moral de un objeto, antes de su muerte material.



Al consumir no se satisfacen necesidades, sino que se usan y se manipulan signos.

La sociedad de consumo funciona como un proceso de clasificación y de diferenciación, esto es, en una dinámica constante de selección de signos que jerarquizan a los grupos sociales manteniendo su estructura de desigualdad.





La práctica del consumo que se autoreviste de un carácter real y  positivo, presentando, para remarcar su imagen de verosimilitud, a todos los individuos como elementos idénticos de una totalidad consumidora. Se desenvuelve, sin embargo, en la negación y la reversión de lo real; los signos nada tienen que ver con ningún tipo de realidad ni con ningún tipo de necesidad social o biológica.

Los productos del mercado evolucionan hasta convertirse en meros simulacros de sí mismos; adquieren una estructura señuelo, en la que su forma exterior, superficial, rompe la dependencia con respecto a su contenido profundo, y aparece, por lo tanto, una dimensión signo por la cual se invierte la relación entre objeto y mensaje: el mensaje no habla del objeto, el objeto habla del mensaje.




La marca de un producto no marca al producto, marca al consumidor como miembro del grupo de consumidores de la marca. La sociedad de consumo no es real, es un relato mítico, un conjunto estructurado de signos que regula las diferencias y provoca efectos reproductivos por encima de la consciencia de sus participantes.

Hay un umbral de saturación de las necesidades mientras que no lo hay al nivel de signo. Si los consumidores se limitasen a consumir según sus necesidades reales, consumirían menos y en consecuencia se producirían menos también.




Del mismo modo que los primitivos ignoraban la historia con sus contradicciones y sus dramas porque su pensamiento era mítico, la sociedad de consumo, por la omnipresencia del imaginario colectivo, ya no hace historia y no la reconoce. Lo real no es aprehendido en su trascendencia, está totalmente sumergido en el sistema de signos que se comporta como una pantalla ante la percepción de la realidad. En un universo imaginario no pasa nada, nada se crea ni llega a existir en sí mismo.

La producción, el trabajo, el valor, todo lo que se ha tratado de mostrar como objetivo es, según nuestro autor, un espejo imaginario, la fantasía que trata de imponer orden y disciplina donde sólo hay irracionalidad y simulación.

La deriva hacia el nihilismo y el incremento de la fascinación por la seducción de los objetos como depositarios del poder de los deseos se ha ido haciendo así omnipresente a lo largo de la obra de Baudrillard.

Aparece un norme culto al objeto que acaba siendo el que controla el poder y el verdadero sujeto absoluto de la civilización contemporánea.






Sociedad, entonces, sin sujetos, viviendo en un mundo infinito de apariencias, sin unidad ni razón, totalmente fragmentada y que se reproduce por una especie de metástasis permanente; no es que la sociedad se dirija hacia el abismo, es que vive y vivirá en el abismo permanente.

La salida irónica es el hiperconformismo destructor, aquel que hace que las estrategias fatales del sistema avancen, se autodestruyan y autoconsuman, en una especie de fagotización del sentido y la razón.






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