miércoles, 20 de abril de 2011

“Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse”. El derecho a la pereza. Paul Lafargue.

La información está basada en el estudio preliminar de Manuel Pérez Ledesma a El derecho a la pereza (PDF) de la editorial Fundamentos


Considerado a veces como un autor de segunda fila dentro del canon marxista o simplemente reducido al nivel de anécdota cultural, apenas se escucha hoy la voz del hombre que propuso la reducción de la jornada laboral a tres horas diarias. “El fin de la revolución”, dijo, “no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con los que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse”.





Paul Lafargue nació en Santiago de Cuba el 15 de enero de 1842, fruto de una compleja mezcla de razas: sus abuelos eran franceses con ascendencia judía, su abuela paterna era una mulata de Santo Domingo y la materna una india. Tras pasar una temporada en Nueva Orleans, su padre se estableció en cuba, donde se dedicó al cultivo del café. Su situación económica le permitió trasladarse a Francia para estudiar medicina.

En 1865 Lafargue pisó por primera vez Londres para presentar un informe sobre la situación del movimiento  obrero en parís y allí fue donde conoció a Carlos Marx. Tras su participación en el Congreso de Lieja, de vuelta en Francia, se encontró con la prohibición de continuar sus estudios en todas las Academias del Imperio durante dos años. Decidió emigrar a Inglaterra, acabó medicina y se convirtió en uno de los asiduos visitantes de Marx.





Mientras la doctrina marxista enraizaba en su pensamiento, el afecto de Lafargue se desplazaba del padre a la segunda de sus hijas, Laura, una joven rubia, de ojos verdes y alegre expresión, con la que acabaría casándose en 1868. Este noviazgo es uno de los episodios más significativos de la vida de Paul Lafargue y al mismo tiempo nos ofrece un perfecto testimonio de las actitudes de Carlos Marxs ante el amor y el matrimonio. En una carta de Marx escrita el 13 de agosto de 1866 le explica a Lafargue:

Usted me permitirá hacer las siguientes observaciones:

1º Si quiere continuar sus relaciones con mi hija tendrá que reconsiderar su modo de “hacer la corte”. Usted sabe que no hay compromiso definitivo, todo es temporal; incluso si ella fuera su prometida en toda regla, no debería olvidar que se trata de un asunto de larga duración. La intimidad excesiva está. Por ello, fuera de lugar, si se tiene en cuenta que los novios tendrán que habitar la misma ciudad durante un periodo necesariamente prolongado de rudas pruebas y de purgatorio. A mi juicio, el amor verdadero se manifiesta en la reserva, en la modestia e incluso la timidez del amante ante su ídolo, y no en la libertad de la pasión y las manifestaciones de una familiaridad precoz. Si usted defiende su temperamento criollo, es mi deber interponer mi razón entre ese temperamento y mi hija.

2º Antes de establecer definitivamente sus relaciones con Laura necesito serias explicaciones sobre su posición económica.

Mi hija supone que estoy al corriente de sus asuntos. Se equivoca. No he puesto esta cuestión sobre el tapete porque a mi juicio, la iniciativa debería haber sido de usted. Usted sabe que he sacrificado casi toda mi fortuna en las luchas revolucionarias. No lo siento, sin embargo. Si tuviera que recomenzar mi vida obraría de la misma manera, pero en lo que esté en mis manos, quiero salvar a mi hija de los escollos con los que se ha encontrado su madre…

La carta concluye con diversas consideraciones sobre los estudios de Paul y su tendencia a la pereza: “la observación me ha demostrado que usted no es trabajador por naturaleza, pese a su buena voluntad”, explica el filósofo y futuro suegro de Lafargue.




En el momento en que empezaba una etapa decisiva para su vida política, próximo a los 30, era ya un marxista consecuente y bien informado y un decidido defensor de la lucha política y de la creación de un partido obrero. Gozaba, además, de cierto prestigio como consecuencia de su papel de testigo y difusor de las ideas de la Comuna. En cambio en su vida privada se le puede definir, como ha hecho J, Girault, como “un joven militante desarraigado”: había roto con sus padres y con las esperanzas depositadas por ellos en su carrera; no ejercía su profesión ni creía en la medicina; había perdido ya dos hijos y en España perdería el tercero en 1872.

No obstante, Lafargue fue el primer marxista que logró un puesto en el parlamento francés. Su triunfo animaría al partido a intensificar la lucha electoral, que progresivamente se convirtió en prioritaria y a abandonar los planteamientos insurreccionales de los años anteriores.




Pero ya en los últimos años de su vida nuestro personaje estaba bastante apartado de la actividad política cotidiana. Retirado en una casita de Draveil, una aldea situada a 25 kilómetros de París, se limitaba a seguir escribiendo artículos y ensayos y a recibir a algunos destacados militantes del socialismo internacional, como Liebknecht o Lenin.

En aquella casa fue donde, en noviembre de 1911, Lafargue y su mujer, Laura Marx, pusieron fin a sus vidas ante la sorpresa y el estupor de los socialistas franceses y europeos.


Temas centrales del pensamiento de Lafargue.

Es cierto que su trabajo como filósofo marxista a menudo se ha visto despreciado. Por ejemplo, N. Mac Innes le acusa de no ser más que un polemista superficial “de incorregible ligereza y grandes pretensiones”, amante de la paradoja y divulgador simplista y grosero, que “de Marx solo introdujo en Francia el nombre”. O Kolakowski, que le define como “uno de los principales scriptores minores del canon marxista, “una autoridad menor que en cuanto a tal merece un lugar en la segunda fila del panteón marxista”.

Sea cual sea la valoración final, conviene destacar los tres campos a los que dedicó su atención.

Su materialismo filosófico, basado en el darwinismo y en la teoría de la lucha de clases marxiana.

La descripción de la economía capitalista, en donde habla de un sistema económico en el que el trabajador ha perdido su humanidad para convertirse en una rueda, un engranaje de la máquina, sin capacidad para pensar por sí mismo, y la sociedad se convierte en un inmenso bazar en el que todo se vende, no solo los productos de la actividad humana, sino el mismo ser humano).

Y sus previsiones sobre la sociedad postrevolucionaria, que guardan más relación con el título de esta entrada.



Sociedad futura. Utopía. El derecho a la pereza.

En varios de sus trabajos, “Al día siguiente de la revolución” o “El comunismo y la evolución económica”,  expone las medidas que la clase obrera tendría que implantar tras el triunfo revolucionario y los rasgos esenciales de la nueva sociedad: desde la referencia a la práctica de poner fin a la vida de los ancianos, hasta los análisis procedentes de Marx sobre la población activa inglesa y la importancia numérica de la clase domestica de consumidores improductivos y la profesiones ideológicas o de los obreros dedicados a la producción de artículos de lujo para el consumo de exclusivo de la burguesía.

Para Laforgue el comunismo es una etapa inevitable de la historia. “La humanidad no avanza en línea recta y describe su marcha en espiral”. La revolución sería un hecho predecible e indiscutible: desde el comunismo primitivo se pasó al colectivismo consanguíneo, al feudalismo y más tarde al capitalismo, para volver finalmente a una nueva etapa comunista.

Pero, como ya explicamos, para Lafargue el objetivo de esta revolución “no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes (…) sino trabajar lo menos posible y disfrutar intelectual y físicamente lo más posible”.



La argumentación del criollo gira siempre en torno a las posibilidades ofrecidas por el desarrollo continuo de la productividad industrial, que, por primera vez en la historia, puede “cubrir con abundancia las necesidades normales de todos los miembros de la sociedad y gracias a ello, permite establecer la partición igual de todos en las riquezas sociales y el libre y completo desarrollo de las facultades físicas, intelectuales y morales de todos los hombres”.



“No hay en la actualidad, necesidades humanas o sociales que no puedan ser satisfechas incluso con exceso”, asegura el cuñado de Marx.

No es el trabajo sino el placer el objetivo que debería perseguir la clase obrera. La actividad productiva sólo le merecía burla: “los filósofos de la antigüedad enseñaban el desprecio al trabajo, esa degradación del hombre libre. Nuestro siglo es el siglo del trabajo, es el siglo del dolor, de la miseria y de la corrupción; en la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual y de toda deformación orgánica”.
No había, por lo tanto, trabajo enajenado y trabajo liberado como pensó Marx. La autentica oposición enfrentaba al trabajo embrutecedor con el ocio placentero. A lo sumo, el trabajo se podía admitir como “el condimento a los placeres de la pereza”.





Pero la pereza no es solo un derecho, también supone obligaciones y estas exigencias se concretaban en no trabajar más de tres horas al día, “holgazaneando y gozando el resto del día y de la noche”.

Como explica Manuel Pérez Ledesma, durante la edad moderna algunos textos clásicos habían reclamado ya que se redujera sustancialmente la jornada de trabajo. Tomás Moro, en Utopía propuso la posibilidad de reducirla a 6 horas en un régimen de perfecta igualdad en el que todos estuvieran obligados a trabajar. Buonarrotti había bajado la cifra a tres o cuatro horas diarias como objetivo a lograr “cuando la dictadura de los iguales” acabase con la ociosidad de las clases privilegiadas. Otro ilustre precursor, Furrier, consideraba al trabajo industrial como “repugnante” por su monotonía y reiteración y defendía la pluralidad de tareas como única forma de conseguir la satisfacción y la felicidad de los trabajadores.




Lafargue se limitaba a reclamar la conversión de la abundante población improductiva en población útil, con lo que se reduciría sustancialmente la jornada laboral: “cuando todas estas clases de lacayos y de obreros de lujo se apliquen a un trabajo útil, no será nada difícil el reducir la jornada laboral a seis horas”.



La muerte de Paul y Laura  Lafargue.

Paul y Laura tenían resuelto no llegar a la edad en que el individuo es una carga para todos los que le rodean, y fijaron en sesenta y nueve años el límite de su vida. Todo lo prepararon para la distribución de sus bienes  -como hija de Marx, Laura heredó parte de la fortuna de Engels-, cuidándose de la suerte de su doméstica y del jardinero, y hasta del perro Nino. Querían que su separación de la vida causara la menor cantidad posible de enojos.

Y un domingo de noviembre de 1911, después de haber pasado la tarde en un cine de París y de haberse regalado con unos pasteles, volvieron a su casa semicampestre de Draveil y se acostaron para no amanecer…

Así describe Morato, el suicido de los Lafargue. Fue el sábado 26 de noviembre, no el domingo. Causó sorpresa en sus contemporáneos aunque ya había anunciado claramente sus intenciones:

Sano de cuerpo y espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez, que me ha quitado uno tras otros los placeres y los goces de la existencia, y me ha despojado de mis fuerzas físicas e intelectuales, paralice mi energía y acabe con mi voluntad, convirtiéndome en una carga para mí mismo y para los demás.

Desde hace años me he prometido no sobrepasar los setenta años; he fijado la época del año para mi marcha de esta vida, y preparado el modo de ejecutar mi decisión: una inyección hipodérmica de ácido cianhídrico.

Muero con la suprema alegría de tener la certeza de que muy pronto triunfará la causa a la que me he entregado desde hace cuarenta y cinco años.




Epilogo.

Tras la primera guerra mundial, cuando se aceptó en la mayoría de los países europeos la jornada laboral de 8 horas de acuerdo con la recomendación formulada por la organización Internacional del trabajo en 1919, se detuvo la lucha por nuevas reducciones de jornada laboral.

En 1936, tas el trunfo del frente popular en Francia se dio un avance significativo con el establecimiento de la semana de 40 horas y el reconocimeinto de las vacaciones pagadas.








.....................

Aquí un poco de publicidad si me permitís.

isolagnosis.blogspot.com.es


No hay comentarios:

Publicar un comentario